Hoy vino un vagabundo y me miró largo rato deambulando
de un lado a otro de la acera. Después de un rato entro a mi negocio.
Nos miramos largo rato en silencio fumando un
cigarrillo dándonos miradas furtivas como dos pistoleros a punto de disparar en
un duelo en el viejo oeste.
Todos hemos perdido sensibilidad al ignorar a estas personas
o verlos como bichos raros. Juzgándolos sin saber el porqué de su destino
triste.
Guiándonos por la mera apariencia.
Terminamos de chupar nuestro cigarro y se acercó a mí. Me mostró su dedo y señaló la
uña en la que al observar de cerca noté que tenía una pequeña y afilada
astilla. Lo miré y él mostrándome una de sus mejores (y desdentadas) sonrisas me
dio a entender con sus ojos que necesitaba de mi ayuda.
Busqué en uno de los cajones del mostrador y saqué
unas pinzas de depilar, tomé su dedo, aparté la carne y cual cirujano
experimentado me dispuse a “operar” acción que fue todo un éxito al mirar en
las pinzas la malvada intrusa que tanto malestar había causado a mi paciente.
Él miró por un momento su dedo, lo tocó, lo apretó,
hizo movimientos de karate y sonriendo me estrechó la mano alegremente; Y por un momento al mirarme en el reflejo de
sus ojos verdes una milésima pero a la vez enorme parte de mí cambió. Sacudió
su mano diciendo adiós y se perdió entre las calles.
Me quedé mudo por un rato con una sonrisa estúpida en
la cara mirando mi mano. Hay cosas que parecieran cotidianas pero esta fue una
de esas que nos regresan la humanidad perdida.
Brindo por eso.